En el pueblo se dio la voz de alarma y los vecinos se aprestaron a su búsqueda. Tal vez se había despeñado desde el borde de los cantiles del cercano cañón. Por más que la buscaron, no dieron con ella. Mientras tanto, la perdida Eulalia siguió vagando por los intrincados campos. Hasta que dio con un rebaño de ovejas.
Con enorme pena, los del pueblo la dieron por muerta, teniendo especial dolor en el duelo el novio de Eulalia, que era el carnicero. Durante meses lloró su pérdida, acordándose de sus maneras y, sobre todo, de su seductora mirada. Pero la vida sigue. Llegaron las fiestas y el mozo decidió aprovisionarse de carne para aquellos días, comprándole una oveja al pastor.
Atadita e ignorante de su suerte marchó Eulalia hasta el matarife, quien debía hacerla chuletas, cuando en el momento de clavar en su cuello el cuchillo letal, miró al carnicero. Como puede imaginarse, de inmediato el joven reconoció la inconfundible mirada de la que fue su novia Eulalia. Preso del estupor más absoluto, solo acertó a gritar su nombre. El matarife detuvo espantado la mano, al tiempo que quien era oveja se hizo de nuevo moza casadera.
Lejos de ser este el epílogo, la historia tuvo un final menos dichoso. No se sabe si para enjugar su dolor, simplemente por esas cosas que tiene la naturaleza humana o porque era la hija del rico del pueblo, el caso es que el carnicero, al poco de perder a su primera novia se echó una nueva, con quien ya se había casado cuando Eulalia trasmutó a persona.
La infalible mirada de la que de nuevo era moza, hizo que se pispase de inmediato del asunto y más desesperada que en su anterior estado, se echó al monte, donde intentó en vano perder otra vez su apariencia humana. Lo que sí perdió fue el juicio, llamándose desde entonces el lugar en el que ocurrió tan sorprendente suceso el barranco de La Perdida.
Cuesta creer a primera vista que en este pequeño cañón, apenas a un kilómetro de Villaseca y sin mayor misterio que empezar a las afueras del pueblo y continuar cuesta abajo hasta desembocar en las hoces del Duratón, se perdiese de tal modo la desdichada Eulalia. Pero el caso es que cuando ahora lo recorres y te enganchas una y mil veces en los cerrados matorrales y zarzas que cierran el paso y, finalmente, obligan a darse la vuelta, no te extraña tanto.
Podéis leer este artículo completo en Metrópoli, el suplemento de ocio de EL MUNDO.
Ese creo que fue un cuento de Ignacio Sanz,No se si él fue su autor o simplemente recopiló el cuento oral de los de Villaseca,Un saludo
ResponderEliminarNo se si será una leyenda o un cuento
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